
Aunque algunas Mujeres fieras se apartan de las trampas en el
último momento y sólo sufren algún que otro pequeño desperfecto en el
pelaje, son muchas más las que caen en ellas inadvertidamente y pierden
momentáneamente el conocimiento, mientras que unas quedan
destrozadas, otras consiguen liberarse y se arrastran
hasta una Cueva para poder lamerse,
a solas, las heridas.
Para evitar las celadas y tentaciones con que tropieza una mujer que
se ha pasado mucho tiempo capturada y hambrienta, tenernos que ser
capaces de verlas por adelantado y esquivarlas. Tenemos que reconstruir
nuestra perspicacia y nuestra cautela. Tenemos que aprender a virar.
Tenemos que distinguir las vueltas acertadas y las equivocadas.
Existe algo que en mí opinión es un vestigio de un antiguo cuento de
viejas de carácter didáctico que expone la apurada situación en que se
encuentra la mujer fiera y muerta de hambre. Se lo conoce con distintos
títulos tales como «Las zapatillas de baile del demonio», «Las zapatillas
candentes del demonio» y «Las zapatillas rojas». Hans Christian Andersen
escribió su versión de este viejo cuento y le dio el título citado en tercer
lugar. Como un auténtico narrador, envolvió el núcleo del cuento con su
propio ingenio étnico y su propia sensibilidad.
La siguiente versión de «Las zapatillas rojas» es la germano-magiar
que mi tía Tereza solía contarnos cuando éramos pequeños Y que yo utilizo
aquí con su bendición. Con su habilidad acostumbrada, mi tía siempre
empezaba el cuento con la frase: «Fijaos bien en vuestros zapatos y dad
gracias de que sean tan sencillos… pues uno tiene que vivir con mucho
cuidado cuando calza unos zapatos demasiado rojos.»

Las zapatillas rojas
Había una vez una pobre huerfanita que no tenía zapatos. Pero
siempre, recogía los trapos vicios que encontraba y, con el tiempo, se cosió
un par de zapatillas rojas. Aunque eran muy toscas, a ella le gustaban. La
hacían sentir rica a pesar de que se pasaba los días recogiendo algo que
comer en los bosques llenos de espinos hasta bien entrado el anochecer.
Pero un día, mientras bajaba por el camino con sus andrajos y sus
zapatillas rojas, un carruaje dorado se detuvo a su lado. La anciana que
viajaba en su interior le dijo que se la iba a llevar a su casa y la trataría
como si fuera su hijita. Así pues, la niña se fue a la casa de la acaudalada
anciana y allí le lavaron y peinaron el cabello. Le proporcionaron una ropa
interior de purísimo color blanco, un precioso vestido de lana, unas
medias blancas y unos relucientes zapatos negros. Cuando la niña
preguntó por su ropa y, sobre todo, por sus zapatillas rojas, la anciana le
contestó que la ropa estaba tan sucia y las zapatillas eran tan ridículas
que las había arrojado al fuego donde habían ardido hasta convertirse en
ceniza.
La niña se puso muy triste, pues, a pesar de la inmensa riqueza que
la rodeaba, las humildes zapatillas rojas cosidas con sus propias manos le
habían hecho experimentar su mayor felicidad. Ahora se veía obligada a
permanecer sentada todo el rato, a caminar sin patinar y a no hablar a
menos que le dirigieran la palabra, pero un secreto fuego ardía en su
corazón y ella seguía echando de menos sus viejas zapatillas rojas por
encima de cualquier otra cosa.
Cuando la niña alcanzó la edad suficiente como para recibir la
confirmación el día de los Santos Inocentes, la anciana la llevó a un viejo
zapatero cojo para que le hiciera unos zapatos especiales para la ocasión.
En el escaparate del zapatero había unos zapatos rojos hechos con cuero
del mejor; eran tan bonitos que casi resplandecían. Así pues, aunque los
zapatos no fueran apropiados para ir a la iglesia, la niña sólo elegía
siguiendo los deseos de su hambriento corazón, escogió los zapatos rojos.
La anciana tenía tan mala vista que no vio de qué color eran los zapatos y,
por consiguiente, pagó el precio. El vicio zapatero le guiñó el ojo a la niña y
envolvió los zapatos.
Al día siguiente, los feligreses de la iglesia se quedaron asombrados
al ver los pies de la niña. Los zapatos rojos brillaban como manzanas
pulidas, como corazones, como ciruelas rojas. Todo el mundo los miraba;
hasta los ¡conos de la pared, hasta las imágenes contemplaban los zapatos
con expresión de reproche. Pero, cuanto más los miraba la gente, tanto
más le gustaban a la niña. Por consiguiente, cuando el sacerdote entonó
los cánticos y cuando el coro lo acompañó y el órgano empezó a sonar, la
niña pensó que no había nada más bonito que sus zapatos rojos.
Para cuando terminó aquel día, alguien había informado a la
anciana acerca de los zapatos rojos de su protegida.
-Jamás de los jamases vuelvas a ponerte esos zapatos rojos! -le dijo
la anciana en tono amenazador.
Pero al domingo siguiente la niña no pudo resistir la tentación de
ponerse los zapatos rojos en lugar de los negros y se fue a la iglesia con la
anciana como de costumbre.
A la entrada de la iglesia había un viejo soldado con el brazo en
cabestrillo. Llevaba una chaquetilla y tenía la barba pelirroja. Hizo una
reverencia y pidió permiso para quitar el polvo de los zapatos de la niña.
La niña alargó el pie y el soldado dio unos golpecitos a las suelas de sus
zapatos mientras entonaba una alegre cancioncilla que le hizo cosquillas
en las plantas de los pies.
-No olvides quedarte para el baile -le dijo el soldado, guiñándole el
ojo con una sonrisa.
Todo el mundo volvió a mirar de soslayo los zapatos rojos de la niña.
Pero a ella le gustaban tanto aquellos zapatos tan brillantes como el
carmesí, tan brillantes como las frambuesas y las granadas, que apenas
podía pensar en otra cosa y casi no prestó atención a la ceremonia
religiosa. Tan ocupada estaba moviendo los pies hacia aquí Y hacia allá y
admirando sus zapatos rojos que se olvidó de cantar.
Cuando abandonó la iglesia en compañía de la anciana, el soldado
herido le gritó:
«¡Qué bonitos zapatos de baile!»
Sus palabras hicieron que la niña empezara inmediatamente a dar
vueltas. En cuanto sus pies empezaron a moverse ya no pudieron
detenerse y la niña bailó entre los arriates de flores y dobló la esquina de
la iglesia como si hubiera perdido por completo el control de sí misma.
Danzó una gavota y después una czarda y, finalmente, se alejó bailando
un vals a través de los campos del otro lado. El cochero de la anciana saltó
del carruaje y echó a correr tras ella, le dio alcance Y llevó de nuevo al
coche, pero los pies de la niña calzados con los zapatos rojos seguían
bailando en el aire como si estuvieran todavía en el suelo. La anciana y el
cochero tiraron y forcejearon, tratando de quitarle los zapatos rojos a la
niña. Menudo espectáculo, ellos con los sombreros torcidos y la niña
agitando las piernas, pero, al final, los pies de la niña se calmaron.
De regreso a casa, la anciana dejó los zapatos rojos en un estante
muy alto y le ordenó a la niña no tocarlos nunca más. Pero la niña no
podía evitar contemplarlos con anhelo. Para ella seguían siendo lo más
bonito de la tierra.
Poco después quiso el destino que la anciana tuviera que guardar
cama y, en cuanto los médicos se fueron, la niña entró sigilosamente en la
habitación donde se guardaban los zapatos rojos. Los contempló allá
arriba en lo alto del estante. Su mirada se hizo penetrante y se convirtió en
un ardiente deseo que la indujo a tomar los zapatos del estante y a
ponérselos, pensando que no había nada malo en ello. Sin embargo, en
cuanto los zapatos tocaron sus talones y los dedos de sus pies, la niña se
sintió invadida por el impulso de bailar.
Cruzó la puerta bailando y bajó los peldaños, bailando primero una
gavota, después una czarda y, finalmente, un vals de atrevidas vueltas en
rápida sucesión. La niña estaba en la gloria y no comprendió en qué
apurada situación se encontraba hasta que quiso bailar hacia la izquierda
y los zapatos insistieron en bailar hacia la derecha. Cuando quería dar
vueltas, los zapatos se empeñaban en bailar directamente hacia delante. Y,
mientras los zapatos bailaban con la niña, en lugar de ser la niña quien
bailara con los zapatos, los zapatos la llevaron calle abajo, cruzando los
campos llenos de barro hasta llegar al bosque oscuro y sombrío.
Allí, apoyado contra un árbol, se encontraba el viejo soldado de la
barba pelirroja con su chaquetilla y su brazo en cabestrillo.
-Vaya, qué bonitos zapatos de baile -exclamó.
Asustada, la niña intentó quitarse los zapatos, pero el pie que
mantenía apoyado en el suelo seguía bailando con entusiasmo y el que ella
sostenía en la mano también tomaba parte en el baile.
Así pues, la niña bailó y bailó sin cesar. Danzando subió las colinas
más altas, cruzó los valles bajo la lluvia, la nieve y el sol. Bailó en la noche
oscura y al amanecer y aún seguía bailando cuando anocheció. Pero no
era un baile bonito. Era un baile terrible, pues no había descanso para
ella.
Llegó bailando a un cementerio y allí un espantoso espíritu no le
Permitió entrar. El espíritu pronunció las siguientes palabras:
-Bailarás con tus zapatos rojos hasta que te conviertas en una
aparición, en un fantasma, hasta que la piel te cuelgue de los huesos y
hasta que no quede nada de ti más que unas entrañas que bailan.
Bailarás de puerta en puerta por las aldeas y golpearás cada puerta tres
veces y, cuando la gente mire, te verá y temerá sufrir tu mismo destino.
Bailad, zapatos rojos, seguid bailando.
La niña pidió compasión, pero, antes de que pudiera seguir
implorando piedad, los zapatos rojos se la llevaron. Bailó sobre los brezales
y los ríos, siguió bailando sobre los setos vivos y siguió bailando y bailando
hasta llegar a su hogar y allí vio que había gente llorando. La anciana que
la había acogido en su casa había muerto. Pero ella siguió bailando porque
no tenía más remedio que hacerlo. Profundamente agotada y horrorizada,
llegó bailando a un bosque en el que vivía el verdugo de la ciudad. El
hacha que había en la pared empezó a estremecerse en cuanto percibió la
cercanía de la niña.
-¡Por favor! -le suplicó la niña al verdugo al pasar bailando por
delante de su puerta-. Por favor, córteme los zapatos para librarme de este
horrible destino.
El verdugo cortó las correas de los zapatos rojos con el hacha. Pero
los zapatos seguían en los pies. Entonces la niña le dijo al verdugo que su
vida no valía nada y que, por favor, le cortara los pies. Y el verdugo le cortó
los pies. Y los zapatos rojos con los pies dentro siguieron bailando a través
del bosque, subieron a la colina y se perdieron de vista. Y la niña,
convertida en una pobre tullida, tuvo que ganarse la vida en el mundo
como criada de otras personas y jamás en su vida volvió a desear unos
zapatos rojos.

Es más que razonable preguntarse el porqué de la presencia de
episodios tan brutales en los cuentos de hadas. Se trata de un fenómeno
que se registra en los mitos y el folclore de todo el mundo. La monstruosa
conclusión de este cuento es típica de los finales de los cuentos de hadas
cuyo protagonista espiritual no puede completar la transformación que
pretendía.
Psicológicamente, el brutal episodio transmite una apremiante
verdad psíquica. Esta verdad es tan apremiante -y, sin embargo, tan fácil
de desdeñar con un simple «sí, bueno, lo comprendo», por más que con ello
la persona vaya directamente a su condena- que no es probable que
prestemos atención a la alarma si ésta se expresa
en términos más blandos.
En el moderno mundo tecnológico, los brutales episodios de los
cuentos de hadas han sido sustituidos por las imágenes de los anuncios
de la televisión, como los que muestran una instantánea familiar en la que
uno de los miembros de la familia ha sido borrado y un reguero de sangre
sobre la fotografía subraya lo que ocurre cuando una persona conduce en
estado de embriaguez, o esos anuncios que intentan disuadir a las
personas de que consuman drogas ilegales, en los que un huevo friéndose
en una sartén revela lo que ocurre en el cerebro humano cuando uno
consume drogas. El elemento brutal es una antigua manera de conseguir
que el yo emotivo preste atención a un mensaje muy serio.
La verdad psicológica que encierra el cuento de «Las zapatillas rojas»
es que a una mujer se le puede arrancar, robar y amenazar su vida más
significativa o se la puede apartar de ella por medio de halagos a no ser
que conserve o recupere su alegría básica y su valor salvaje. El cuento nos
invita a prestar atención a las trampas y los venenos con los que
fácilmente tropezamos cuando estamos hambrientas de Alma salvaje.
Sin una firme participación en la naturaleza salvaje, una mujer se
muere de hambre y cae en la obsesión de los «me siento mejor», «déjame en
paz» y «quiéreme… por favor».
Cuando se muere de hambre, la mujer acepta cualquier sucedáneo
que se le ofrezca, incluyendo los que, como placebos inútiles, no le sirven
absolutamente para nada y los que son destructivos, amenazan su vida y
le hacen perder lastimosamente el tiempo y las cualidades o exponen su
vida a peligros físicos. El hambre del alma induce a la mujer a elegir cosas
que la harán bailar locamente y sin control… hasta llegar finalmente a la
casa del verdugo.
Por consiguiente, para comprender más profundamente este cuento,
tenemos que percatarnos de que una mujer puede extraviar totalmente el
camino cuando pierde su vida instintiva y salvaje. Para conservar lo que
tenemos y encontrar de nuevo el camino de lo femenino salvaje, tenemos
que saber qué errores comete una mujer que se siente tan atrapada.
Entonces podremos retroceder y reparar los daños.
Entonces podrá tener lugar la reunión.
La pérdida de las zapatillas rojas hechas a mano
representa la pérdida de la vida personalmente diseñada y de la
apasionada vitalidad de una mujer, así como la aceptación de una
existencia excesivamente domesticada, lo cual conduce a la larga a la
pérdida de una percepción fiel, que provoca a su vez los excesos que llevan
a la Pérdida de los pies, la plataforma que nos sostiene, nuestra base, una
Parte muy profunda de la naturaleza instintiva que sostiene nuestra libertad.
«Las zapatillas rojas» nos muestra cómo se inicia el deterioro y a qué
estado nos reducimos si no intervenimos en nombre de nuestra
propia naturaleza salvaje.
No nos engañemos, cuando una mujer se esfuerza por
intervenir y luchar contra su propio demonio cualquiera que éste sea, su
esfuerzo es una de las batallas más dignas que se pueden emprender tanto
desde el punto de vista arquetípico como desde la perspectiva de la
realidad consensual. Aunque la mujer pudiera llegar como en el cuento
hasta el fondo del mayor de los abismos por medio del hambre, la captura,
el instinto herido, las elecciones destructivas y todo lo demás, el fondo es
el lugar que alberga las raíces de la psique. Allí están los apuntalamientos
salvajes de la mujer. El fondo es el mejor terreno para sembrar y volver a
cultivar algo nuevo. En este sentido, alcanzar el fondo, aunque sea
extremadamente doloroso, es también llegar al terreno de cultivo.
Aunque por nada del mundo desearíamos la maldición de los
perjudiciales zapatos rojos y la consiguiente disminución de vida ni para
nosotras ni para las demás, hay en esta ardiente y destructiva esencia algo
que combina la vehemencia con la sabiduría en la mujer que ha bailado la
danza maldita, que se ha perdido a sí misma y ha perdido la vida creativa,
que se ha precipitado al infierno con un barato (o caro) bolso de mano y
que, sin embargo, se ha mantenido aferrada en cierto modo a una palabra,
un pensamiento, una idea hasta que, a través de una rendija, pudo
escapar a tiempo de su demonio y vivir para contarlo.
La mujer que ha perdido el control bailando, que
ha perdido el equilibrio y ha perdido los pies y comprende el estado de
privación a que se refiere el final del cuento de hadas,
posee una sabiduría valiosa y especial.
Es como un saguaro,
un espléndido y hermoso cactus
que vive en el desierto.
A los saguaros se los puede llenar de orificios de bala, se les pueden
practicar incisiones, se los puede derribar y pisotear, y ellos siguen
viviendo, siguen almacenando el agua que da la vida,
siguen creciendo salvajes y, con el tiempo, se curan.
Los cuentos de hadas terminan al cabo de diez páginas, pero
nuestras vidas no. Somos unas colecciones de varios tomos. En nuestras
vidas, aunque un episodio equivalga a una colisión y una quemaduras
siempre hay otro episodio que nos espera y después otro. Siempre hay
oportunidades de arreglarlo, de configurar nuestras vidas de la manera
que merecemos. No hay que perder el tiempo odiando un fracaso,
El fracaso es mejor maestro que el éxito.
Presta atención, aprende
y sigue adelante…
«Mujeres que corren con lobos»
-Clarissa Pínkola-

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«El Clan de la Cicatriz»
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